jueves, 24 de septiembre de 2009

Prólogo de Nueva Roma

Hola a todos,

¡Por fin! Hace una semanita que finalicé la novela y, aunque el último estirón me ha dejado para el arrastre, estoy como un niño con zapatos nuevos.

Ya sólo me queda recabar algunos comentarios de las personas que se están leyendo el borrador y hacer unos últimos ajustes antes de enviarla a la editorial, esperemos que esta vez de en el clavo.

Y como lo prometido es deuda, aquí tenéis el prólogo, espero que lo disfrutéis, dejéis vuestros comentarios y, sobre todo, que os pique el gusanillo para cuando llegue la novela:

Constantinopla, 1 de Enero de 532


Destacando contra el horizonte, la silueta de la gran basílica de Santa Sofía se vislumbraba claramente a través de la ventana. El tejado a dos aguas que coronaba la nave central mostraba un oscuro tono grisáceo, iluminado por la claridad de la luna, atrayendo la mirada del emperador como si de un nuevo faro se tratase.
Desde el estrecho mirador en lo alto de la cúpula del Octagon, los pardos ojos del emperador miraban hacia el norte, por encima de los rojizos tejados de los edificios palaciegos y de las cúpulas que coronaban los baños de Zeuxipo. Posada en la basílica, su mirada mostraba esa extraña mezcla de vivacidad y melancolía que tan sólo la presencia de Teodora, su esposa, conseguía aliviar.
Se llamaba Flavio Pedro Sabatio, aunque eran pocos los que recordaban su nombre, y menos los que osaban utilizarlo. Incluso para él mismo, decidido a olvidar su humilde origen, aquellas tres palabras casi carecían de significado. Para la historia sería tan sólo Justiniano.
Un ruido le hizo volver la cabeza, desviando su vista de la ventana. Veinte codos más abajo, en el centro de la sala, iluminada por la titilante luz que emitía el prendido aceite de ocho amplios braseros de bronce labrado, uno de los criados eunucos de palacio elevaba los ojos hacia él. Desde su posición, el esclavo tan sólo podía observar la oscura forma de la clámide púrpura del emperador moviéndose entre las sombras del techo, al trasluz de los anchos ventanales que se dibujaban en el tambor de la estrecha cúpula octogonal. El sirviente se persignó antes de realizar una apresurada reverencia y huir, más que retirarse, con el rostro lívido.
Justiniano era consciente de los rumores que circulaban entre la servidumbre del palacio. Sus frecuentes paseos a altas horas de la noche despertaban innumerables comentarios, así como un sin fin de risibles cuentos, en los que su cabeza desaparecía mientras caminaba, o su rostro se transformaba en una pálida tez carente de rasgos humanos. La pueril imaginación de los esclavos suponía un fértil terreno para leyendas sobre el diablo. Sin embargo, ninguno de ellos podría entender el por qué de su insomnio, de sus interminables días enterrado en la burocracia del estado, de su continuo ensimismamiento.
Desde su elevada posición observó el suelo de la amplia sala, vacía tras la veloz salida del funcionario. Un inmenso mosaico de diminutas teselas ocupaba casi todo el espacio, rodeado por un ancho círculo de motivos florales. Sobre el pavimento, los musivaras habían dibujado una excelente vista de Constantinopla, un triángulo de abigarradas construcciones de piedra y mármol rodeado por pequeñas ondas azuladas. En primer plano, a un lado de la detallada representación, un orgulloso Constantino marcaba los límites de su nueva Roma con una lanza.
El emperador clavó los ojos en aquel rostro minuciosamente definido sin poder evitar un destello de envidia, envidia por la fama de grandeza que Constantino había dejado a la posteridad, envidia por haber sabido vencer a la muerte legando al futuro la mayor ciudad sobre la tierra.
A lo largo de los siglos, muchos hombres habían ocupado el solio imperial. De la mayoría tan sólo restaban viejas estatuas o un simple nombre en un papiro olvidado en el fondo de un inmenso archivo. Apenas un puñado permanecía en la mente del pueblo, recordados por la historia.
Desde el día en que ascendió al poder, Justiniano se había jurado a sí mismo que no sería uno más en aquella lista. Para el vulgo no existía peldaño más alto que envolverse en la púrpura. Sin embargo, para quién se había criado desde joven para ser emperador, la realeza no bastaba por sí misma. Necesitaba más.
Desde su juventud se sentía predestinado a ocupar un puesto junto a César, Augusto, Trajano o el mismo Constantino. Disponía de cuantas aptitudes personales se precisaban para ello: fe inquebrantable en el Señor, ambición, infatigable disposición para el trabajo, paciencia para conseguir sus fines y una clara idea de lo que debía hacer.
Dios le había agraciado con la diadema de emperador poniéndole al frente de un imperio mutilado. La parte occidental del otrora glorioso estado romano se hallaba sojuzgada por pueblos bárbaros. Hispania, Galia, Britania… La propia Roma se encontraba al arbitrio de las huestes de los ostrogodos.
Lo que para hombres débiles e inconstantes suponía una terrible desventaja frente a sus antecesores, para Justiniano representaba una descomunal oportunidad. Desde el día que se sentó en el trono supo cuál sería su destino. Refundar el imperio. Si Constantino pasó a la historia por crear una nueva ciudad, él sería recordado por crear un nuevo imperio, una nueva Roma.
Durante años había trabajado con ese objetivo en mente, trazando planes, amasando dinero y recursos, estudiando cuidadosamente los pasos a seguir. Por fin, se encontraba en disposición de colocar la primera piedra del camino que le llevaría a la grandeza. Recuperaría uno por uno todos los territorios que las hordas germanas les habían arrebatado, aquellos que por justicia le pertenecían. Unificaría de nuevo el imperio, tras medio siglo de disgregación.
Pero eso no era suficiente.
Su nueva Roma necesitaría nuevas leyes, nuevos códigos que adaptaran la antigua legislación. Por ello, se había lanzado a la ingente tarea de recoger y catalogar todas las leyes existentes en el imperio desde los tiempos de Adriano, condensándolas en un código legal único, algo nunca visto antes. Un gobierno, una ley.
Pero tampoco era suficiente.
Roma había cambiado. El imperio había aceptado la luz del cristianismo, empapándose de la verdadera fe gracias al esfuerzo del fundador de Constantinopla. Justiniano había favorecido la religión luchando denodadamente contra los enemigos de la ortodoxia, así como dedicando enormes sumas a la reparación de las antiguas iglesias y basílicas, al mismo tiempo que levantaba nuevos templos para glorificar al Señor.
Aún así, no era suficiente.
La realidad era tozuda. A pesar de los esfuerzos, de las batallas, del apoyo a la iglesia o de la justicia, una idea oprimía su alma, empujándole a interminables noches de insomnio, deambulando por el palacio como un fantasma incapaz de descansar. Cada vez que su imaginación le permitía rozar su sueño con la punta de los dedos, un triste pensamiento se adueñaba de su mente, el de que su nueva Roma perecería con él.
Tras casi ocho años de matrimonio con su amada Teodora el Señor aún no les había concedido la bendición de un hijo, de un heredero que consolidara su obra. Cada mes, Justiniano ansiaba escuchar de labios de su esposa la feliz noticia y, cada mes, el sangriento mensajero del fracaso acudía puntualmente a su sombría cita. Poco a poco, el emperador veía cómo la arena se escurría entre sus dedos, lenta pero inexorablemente. El tiempo se agotaba.
Tan sólo un hijo propio, educado exhaustivamente desde su nacimiento, sería capaz de comprender y proseguir la ingente tarea que legaría a su muerte. La cabeza de Justiniano rebosaba de planes para renovar el decaído imperio romano, para devolver a Roma el lugar que le correspondía como dueña y señora del mundo, para levantar de sus cenizas el orden que había reinado en la antigüedad. Pero, sin un hijo varón, todo cuanto consiguiera sería inútil.
Justiniano era consciente de las terribles luchas de poder que habían desangrado al imperio cada vez que el trono quedaba vacante. Sin heredero, la guerra civil devoraría cualquier avance logrado durante su vida. Las conquistas se perderían, a medida que los soldados se apartaran de las fronteras para luchar en pro de uno u otro candidato al trono. La ley caería en desuso, pues la justicia no existe en un mundo envuelto en la guerra, y las herejías se multiplicarían libremente en medio del caos. Roma ya había caído una vez víctima de las incesantes luchas internas, y Justiniano no soportaba la idea de que eso mismo le pasara al renovado imperio que estaba proyectando.
Tras soportar el incesante goteo de médicos augurando remedios infalibles con los que conseguir la ansiada concepción, el emperador se había convencido de que tan sólo el Señor sería capaz de concederle su anhelo. Al igual que a la bíblica Isabel, el Todopoderoso podía insuflar vida en el vientre de su esposa con un simple soplo de su gracia, pero el tiempo pasaba y nada ocurría. Cada noche sus preocupaciones vencían al sueño, obligándole a abandonar el lecho en una continua penitencia a través de los vacíos pasillos del Gran Palacio, con una pregunta resonando en su cabeza: ¿por qué?
No entendía por qué Dios le castigaba con la esterilidad, a él, que no era otra cosa que su representante en la tierra. Y aunque no encontraba falta alguna en su comportamiento que pudiera penarse con tan cruel castigo, buscaba una y otra vez una forma de expiar sus pecados, una ofrenda que le congraciara con el Altísimo. Pero su mente se encontraba tan estéril de ideas como su matrimonio. No era capaz de encontrar la manera de congraciarse con el Señor, de ofrecerle algo digno de su infinita gloria.
Su mirada continuó deslizándose por el mosaico, en un vano intento de distraer su cabeza de la carga que oprimía su pensamiento. Recorrió con los ojos las duras facciones de Constantino, en las que se insertaba una ligera sonrisa. Al verla parecía mostrar el momento en que se daba cuenta de que aquel gesto le convertiría en inmortal.
Justiniano, a diferencia de sus insignes predecesores, parecía incapaz de sustraerse a ese acervo destino, que lo empujaba a diluirse con el tiempo, desapareciendo de la frágil memoria de la historia hasta convertirse en un puñado de líneas garabateadas sobre vetustos papiros. Mientras lo miraba, Justiniano tenía la sensación de que Constantino se reía de él, despreciándole por su vano intento de igualarle. Hasta un simple mosaico le ofrecía la sensación de que la gloria de su reinado finalizaría con su muerte.
Con un suspiro de abatimiento desvió la vista del suelo, recuperando su posición frente a la ventana, como si quisiera comparar la realidad con las figuras que se detallaban en el decorado pavimento del Octagon. Necesitaba una obra grandiosa e inigualable, una ofrenda al Señor que pudiera convertirse en el símbolo de la renovación del imperio, del nacimiento de la nueva Roma cristiana que traería su reinado. La mejor manera de glorificar al Altísimo para que le concediera el don de un hijo no era otra que la de aunar el pasado imperial con la verdadera religión, con la verdadera fe. Ese era el símbolo que necesitaba, el viejo y el nuevo mundo unidos para formar un nuevo comienzo, un nuevo amanecer. Sólo eso complacería lo suficiente a Dios como para que le concediera el don de un hijo.
Cada noche buscaba entre las sombras la inspiración divina, una señal del Señor que le mostrara el camino. Y, sin embargo, el cielo mantenía su mutismo.
A través de la ventana la oscuridad parecía engullirlo todo. Las únicas luces que se mostraban ante sus ojos eran las de la casa de las lámparas, el almacén de seda del palacio, donde los braseros nunca se apagaban.
Una trémula plegaria surgió de los labios de Justiniano, una súplica. Como cada noche, rezó al Creador para que le iluminara.
Cuando aquella vez recibió una respuesta apenas podía creerlo.
Una estrella se deslizó por el cielo, elevándose por encima de la gran basílica de Santa Sofía, descendiendo directamente sobre la iglesia hasta desaparecer en un estallido de luz. Dios por fin le indicaba el camino. Bastó un parpadeo para que Justiniano comprendiera lo que debía hacer. El fuego del Señor sería su guía, y del fuego surgiría su legado.
Cayendo de rodillas, el emperador elevó sus ojos hacia el cielo, para después depositar su mirada en Santa Sofía, preguntándose de qué manera el Altísimo estaría disponiendo las piezas para ayudar a su siervo a cumplir con sus designios.
Salvador Felip

sábado, 1 de agosto de 2009

Septiembre

Hola a todos, y buenas vacaciones a los que os vais en Agosto, así como buena vuelta al trabajo a los que ya volvemos :(

Septiembre es el mes en el que pienso finalizar Nueva Roma. Le he dado un buen empujón durante este mes de julio y ya tengo escrito el 75% del libro.

He cambiado algunas cosas, lo que me ha retrasado un poco, pero creo que era necesario para darle algo más de fluidez a la trama. Lo malo es que he tenido que retomar la investigación en algunos puntos (una vez más). A veces me da la sensación de que estoy escribiendo la historia interminable, pero todo llegará...

Estoy pensando insertar una entrada con el prólogo del libro, así tendré la posibilidad de recabar vuestros comentarios antes de que vea la luz.

Un saludo a todos

Salvador Felip

sábado, 28 de febrero de 2009

Nueva Roma

Nueva Roma es uno de los títulos que estoy barajando para mi próxima novela, basada en tiempos de Justiniano. 'Arde Bizancio' nunca terminó de convencerme, se parece demasiado a ¿Arde París? por lo que prefiero modificarlo.

En los últimos meses estoy cogiendo de nuevo el ritmo de escritura, y llevo ya casi medio libro escrito, por lo que espero tenerlo listo hacia verano. Ahora viene la parte más difícil, pues hasta ahora sólo he tenido que modificar lo que ya había escrito antes, quitar algunas escenas y añadir otras. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo me voy convenciendo más y más de que esto es lo que me gustaría hacer de aquí en adelante. Tengo tantas ideas sobre libros que tengo que apuntarlas para que no se me olviden. Lo que me falta es tiempo. Me encantaría dedicarme a esto a tiempo completo, pero vivir de la escritura es casi una utopía, alcanzable tan sólo por unos pocos, por lo que tendré que compaginarlo con la informática.

¡Qué le vamos a hacer!

Un saludo