jueves, 8 de marzo de 2012

Bizancio. El precio de situarse como encrucijada de dos continentes

Hola a todos,




Edward Gibbon, en su obra The decline and fall of the roman empire, presentaba la historia de Bizancio como una continua decadencia desde el esplendor de su inicio hasta su desencajado final, desde la gloria de una corte que dominaba el Mediterráneo hasta la caída de una ciudad de la que apenas quedaban las ruinas de su pasado. Para exponer ese tránsito, Gibbon presentaba varias razones. Algunas son válidas, otras no tanto, y deberían ser matizadas, al igual que su visión. Sin embargo, hay un punto en el que se deja entrever que uno de los motivos del éxito del imperio romano de oriente para sobrevivir a la caída de su hermano occidental, a la larga, también fue una de las causas de su final. Su posición geográfica.



Constantinopla se alzaba entre dos continentes, en el punto en el que se unen Asia y Europa. Esa localización le proporcionaba un pedestal inigualable para constituirse como la potencia dominante en el comercio Mediterráneo. Sin embargo, mantener una posición central también implica una terrible desventaja, tal y como Napoleón descubrió en Leipzig, y es que puedes ser atacado por todos lados a la vez.

A lo largo de sus mil años de existencia, pese a su marcada diplomacia, Bizancio se vio envuelto en un sin fin de guerras, muchas de ellas luchando en varios frentes al mismo tiempo. Cuando uno examina el número de enemigos a los que se enfrentó y la proporción que tenía en su contra, lo que extraña de Bizancio no es que no superara sus problemas, sino que lograra mantenerse como potencia durante un milenio.

En época de Justiniano el imperio gozaba de su máxima extensión, llegando a emular durante un tiempo la gloria de la antigua Roma. Sin embargo, era sólo un espejismo. En un solo reinado los bizantinos combatieron contra Persas, Vándalos, Ostrogodos, Visigodos, Francos, Ávaros, Beréberes, Nómadas y Lombardos. Sólo el imperio persa era tan poderoso como el propio Bizancio. Contra ellos sostuvieron no una sino varias guerras, al tiempo que combatían en los Balcanes, en Italia o contra el empuje de las tribus del norte de África.

Ya a comienzos del siglo VI apareció en el horizonte la imparable marea musulmana, que anegaría la mitad de los territorios imperiales, alcanzando en un siglo los confines del sur de Francia. El califato se convirtió en una amenaza constante que llegó a poner sitio a la propia Constantinopla, y que sólo remitió con la llegada de un enemigo aún más temible, los turcos.

En Italia, los lombardos destrozaron en pocos años los esfuerzos de décadas de guerras contra los godos. A ellos siguieron árabes, normandos, francos e, incluso, los propios hijos de Bizancio, convertidos en la república de Venecia y vueltos contra la tierra que les vio nacer.

Del norte llegaron los rus, los Varegos u hombres del norte, descendiendo de los amplios ríos de la estepa rusa hasta plantarse ante las murallas de la capital. Intercalados con estas hordas llegaron los ávaros, sólo frenados por la poderosa tribu de los búlgaros, quienes se convertirían en una pesadilla para el imperio hasta el reinado de Basilio II ‘el matador de búlgaros’, ya entrado el siglo XI. Y por si todo ello fuera poco, el golpe de gracia al imperio llegó en 1204 de la mano de los supuestos aliados cristianos, de un ejército de cruzados.



Rodeado por pueblos poderosos, atacado por varios frentes y desgarrado por luchas internas. Bizancio logró sobrevivir durante un milenio a cuantos ansiaron llenar sus manos con el oro que relucía en su capital. Mil años de gloria y de sufrimiento, mil años que a veces se resumen en un par de párrafos en los libros de texto, mil años que merecen más, mucho más. Labor nuestra es extraer unas gotas de esa titánica lucha y ponerlas a disposición de los lectores, para que un día, si la casualidad atrae sus miradas a nuestros libros, puedan saborear por un momento la magia de un tiempo en el que un pueblo luchaba con honor en la encrucijada del mundo.



Un saludo